Crecida en Darién
Relato de un Instante en las Entrañas de Darién
El 8 de abril de 1993 salimos de Puerto Obaldía con destino a Yaviza, vía el Río Tacartí. Esta historia es sobre un día de ese viaje, y particularmente sobre un instante en ese día. Es un instante que ha quedado grabado indeleblemente en nuestra memoria.
Eran las 7:15 de la mañana. Ya todos habíamos tomado café. Era una mañana soleada. Estábamos en una orilla del Río Tacartí, en la parte de adentro de una curva hacia la izquierda, del lado norte. Todos habíamos dormido bien, excepto Fao, a quien lo había picado un vampiro que nos mantuvo despiertos un rato antes de dormirnos hasta que nos venció el cansancio, confiados en que nuestro mosquitero nos protegería del cuñado de Drácula.
Antes de dormirnos habíamos estado contemplando las estrellas a través de la ventana que formaban los inmensos árboles a ambas orillas del río. Recuerdo que habíamos visto hasta satélites en el atardecer, una cosa bastante común a esas horas. Es una lástima que no nos tomemos más tiempo para verlos.
Estábamos en las hamacas (que es como se duerme en la selva), que no son tan cómodas como el piso. Pero en medio de la selva, donde todo se mueve (hasta el suelo), es preferible dormir en una hamaca. En una hamaca uno está en el aire, separado del piso y todo lo que por ahí transita. Es la forma más efectiva de aislarse de las culebras, hormigas, garrapatas, u otras plagas encadenadas a la tierra por la gravedad. En las hamacas, después de cinco días seguidos de dormir en ellas, la espalda se va encorvando hasta que uno parece un guineo. Un dato importante: estábamos durmiendo en el lecho del río, cosa que nunca hacemos. Sabemos, por mil historias de horror, que uno nunca duerme en el lecho del río.
Mientras nosotros dormíamos en nuestras hamacas, nuestros guías soñaban cómodamente debajo de los bajareques que habían construido a la orilla del río. Esos curtidos hombres de montaña habían perfeccionado el arte de dormir bien. Escogían la parte con la mejor arenita, la más nivelada y ahí construían su resguardo. Cada día que pasaba los envidiábamos más: mientras nuestras espaldas iban aproximándose a la curvatura del guineo y nuestras caras demacrándose por la falta de sueño, ellos cada día despertaban más risueños.
Así fue que al quinto día terminamos haciendo un bajareque inmenso en el cual cupiéramos todos. Sólo Sarah decidió seguir en la hamaca, colgada. Nuevamente, las 7:15 del día en cuestión. Estábamos Sarah, Humberto y yo, juntos. Yo cocinaba panqueques (ya iba por la segunda tanda). Lorena estaba en el bajareque, recogiendo sus bártulos y poniendo orden en el área. Isidoro estaba acariciando la masa con la que iba a preparar las hojaldras más deliciosas del mundo. Ese hombre sí sabe cómo hacer esos aparatos, y con sólo lo básico: agua, harina, aceite, levadura, sal y azúcar. Fao estaba en el monte viendo que se levantaba a esa hora de la mañana, olvidado de su nocturna pesadilla con el vampiro.
Era un momento de película: el sol afuera, sonrisas en las caras, buena comida y todo esto en medio de la selva. Habíamos dormido como lirones. Las estrellas estuvieron afuera toda la noche con su luz remotísima. Sólo en la madrugada nos habíamos despertado un rato. Estaba tronando y salí a ver el cielo. El firmamento estaba despejado, sin señales de lluvia inmediata. Los truenos estaban sonando lejos de donde estábamos. Seguimos durmiendo.
Mientras vigilaba el panqueque que estaba en el sartén, comencé a sentirme incómodo. Era algo difícil de explicar. Había algo que me fue crispando los nervios. Todo fue bastante súbito. Recuerdo con detalle, como si fuera en cámara lenta, lo que pasó en el próximo segundo. Yo estaba frente al río que fluía de mi derecha a mi izquierda. Viré la cabeza hacia la derecha y miré río arriba. Lo que estaba pasando fue penetrando en mi conciencia como miel cayendo de una cuchara. Un ruido grave, casi subsónico envolvía todo. Había una raya perpendicular al flujo del río que se movía hacia nosotros. Esa raya la formaba el agua clara que fluía por el río y una parte de agua chocolate de tres a cuatro pies de alto, que venía empujando el agua clara.
¡CRECIDA! Eso fue todo lo que alcancé a gritar. De una vez estábamos todos parados, tomando lo que tuviéramos a la mano y corriendo hacia el banco del río. Tuvimos tiempo, quizás, de hacer tres vueltas corriendo desde donde habíamos estado sentados hasta el banco del río, recogiendo lo que viésemos a nuestro alcance.
Los reunidos alrededor de los panqueques recogimos los trastos, las estufas y otras chucherías. Lorena estaba en el bajareque cuando vio la ola venir. Ella tiró todo lo que estaba alrededor en la bolsa de dormir y corrió a la orilla. Isidoro salió corriendo con su masa de hojaldra y luego regresó por lo práctico: tomó las botas de todos y las lanzó al banco del río. Por suerte las mochilas estaban cerca de éste y fue fácil sacarlas del cauce de la crecida. En cuestión de segundos, veinte o treinta tal vez, el agua se llevaba el bajareque que habíamos construido con nuestros ponchos.
Humberto logró atrapar un poncho y así evitar que todo el bajareque se fuera río abajo. Mientras el agua seguía subiendo, nosotros íbamos recogiendo todo lo que estaba a punto de irse con el agua y lo tirábamos más arriba. Por unos largos instantes parecía que el agua no iba a parar de crecer. Por suerte estábamos en la parte de adentro de una curva. La mayoría de la ola fue a reventar contra el banco extremo y después, como una ola en una bandeja, rebotó hacia nosotros. El agua subió un par de pies inmediatamente. Luego siguió subiendo hasta que el río se elevó como cuatro o cinco pies en total.
Lo que un instante antes había sido un momento idílico se transformo en terror. Un terror que sin embargo nos hizo reaccionar rápidamente para salvar nuestras vidas. Ese terror pasó de una y sólo quedó la excitación producida por la adrenalina. No nos ocurrió nada y lo que perdimos fue trivial. Una cuchilla Victorinox que apareció cuando el río volvió a bajar. Unas medias, unos pantalones cortos, unas chancletas y otras cosas. La mayor pérdida fueron unos binoculares Minolta que algún mono debe estar aprovechando.
El río impidió que siguiéramos nuestro camino. Teníamos que cruzarlo para seguir hacia nuestro destino. Pasaron seis horas más antes de poder vadear lo que había sido un placentero río de agua cristalina. Durante esas seis horas todos tuvimos amplio esparcimiento para meditar sobre lo que había sucedido. Fue entonces que se me ocurrieron todos los posibles horrores que casi suceden. Poco a poco fue calando la lección que nos había dado la selva. Fue muy benévola en esta ocasión. Otros no han tenido nuestra suerte.
Lo que nos sucedió fue tal como los mil cuentos que habíamos escuchado. En un momento de lo más inoportuno, y sin previo aviso, cualquier río puede volverse en una mole de agua brava y espumante, dispuesta a llevarse lo que encuentre a su paso. Había llovido en la cabecera de la montaña. Unos cuarenta kilómetros río arriba y nosotros ni cuenta nos dimos. Por suerte el bombazo tardó un par de horas en alcanzarnos. Una hora antes ese bombazo nos habría sorprendido en pleno sueño. Ni hablar de lo que pudo pasar.
Durante muchos siglos los seres humanos hemos usado nuestro poder e inteligencia para destruir o modificar la naturaleza, para robarle espacio a otras especies y constituirnos en el centro de la evolución. Pero hay un lugar en el que seguimos siendo seres indefensos y vulnerables, y donde nuestro instinto de sobrevivencia más primitivo (ese que traemos desde los primeros días del Homo Erectus) puede salvarnos. Un lugar de peligros y leyes inexorables: la selva.
Publicado en Revista Década, octubre, 1993, Por Irving Bennett